RESUMEN: Escuchar el sentimiento da pistas sobre cómo nos va en la vida. Que exista o no la palabra para definirlo, condiciona la visión de la realidad. ¿Qué es aceptable y qué no? ¿Qué permitimos y por qué luchamos? Legítimo el sentimiento, legítima la palabra. Conciliación, empoderamiento, maltrato ¿sabemos ponerlas a favor de la mujer y no en su contra?
TEXTO
Perder la perspectiva lleva a ignorar quiénes somos. Quedamos entonces vulnerables, para que el yo considerado exclusivamente como ajeno nos asalte tras la esquina menos esperada. Generaciones y generaciones quedan enlazadas, no solo por apellidos. También por los nombres que dan entidad a sus sentimientos.
Andaba yo escuchando en mi trabajo habitual. Las experiencias salían a borbotones, sin orden cronológico, como canta la memoria cuando la liberan de preguntas concretas. Y así me fui enterando… de su otra perspectiva.
La señora de aquella mañana era, alta, bien vestida. De maneras amplias y hablar enfático. Acostumbrada a hablar al público por su profesión de antaño, en una época en que la mujer con trabajo era “rara avis”. Podríamos asimilarla a un icono quijotesco en femenino, a ese ideal de libertad que permanece atado y a parte de aquellos cuerdos que llaman locos.
Con gesto sorprendido, mi señora afirmaba que el mundo estaba hoy mejor que antes (de ahí lo de Quijote), cuando se actuaba con más miedo. Había tres palabras que antes no existían, que le encantaban y que lo habían revolucionado todo para las mujeres (de ahí lo de cuerda).
¿Cuáles son? —pregunté curiosa.
He aquí su respuesta:
- Una es conciliación de la vida familiar y laboral. Qué cosa más estupenda. Antes no se llevaba eso de conciliar. Si tenías hijos, lo normal era que no trabajaras. Si un hombre decía que salía antes del trabajo, porque había un partido de fútbol importante, a todos les parecía muy lógico. Si una mujer pedía salir a llevar a su hijo al médico, hasta los propios compañeros le decían “Como te has empeñado en trabajar…”; “Quédate con los niños, que estarás más tranquila”.
- Otra es empoderamiento. Nadie nos había dicho antes que teníamos poder sobre nada. Asumíamos como normal que ellos decidiesen sobre las cosas más nimias. En mi grupo de amigas nos surgió la duda un día de qué íbamos a hacer si nos casábamos con un señor al que no le gustase el tabaco (fumábamos desde los dieciséis años, por aquello de que, en esos años, el tabaco estaba asociado a ser mayores, sofisticados, sensuales y modernos). Nuestro rol de futuras esposas implicaba obedecer. Así que decidimos comprobar si éramos adictas. En caso afirmativo, tendríamos que quitarnos el tabaco ya, antes de disgustar al marido con nuestra adicción. Pasamos un fin de semana sin probar el tabaco. Quedamos el lunes siguiente para contarnos si lo habíamos echado de menos. Todas concluimos en que no habíamos fumado y no lo habíamos echado de menos, por lo que “estaba claro” que no éramos adictas. Podríamos dejarlo cuando quisiéramos sin problemas. Se recurría así a cierta lógica desatinada, para permitirnos poder de decisión sobre nuestras vidas, sin provocarnos mala conciencia.
- La tercera palabra es maltrato. Antes no existía tal concepto. Ni para ellas ni para ellos.
– Si el marido o novio gritaba, era que tenía mal carácter.
– Si tenía que ser siempre lo que él dijera, era que no se le podía discutir.
– Si soltaba una bofetada, es que tenía un pronto muy feo… pero luego se arrepentía y no era nadie.
– Si se ponía hecho una fiera, porque no le parecía que ibas adecuadamente vestida para salir a la calle, era que quería verte siempre elegante y arreglada, no de cualquier manera.
– Y si montaba números de enfados por cualquier tontería, es que tenía rarezas. De los señores, antes, nadie decía que maltrataban, se decía que “tenían rarezas” … a las que no había que hacer mucho caso.
Ser un buen marido requería de poco: si no bebía, no se iba de putas y te entregaba suficiente dinero para administrar la casa… ¿Qué más se le podía pedir?
La serenidad con que lo contaba sobrecogía. Muy alejado del enfoque agresivo con que se manifiesta la reivindicación de estos conceptos en algunos medios. La necesidad de conciliación, empoderamiento y maltrato ya estaba descrita en la voz, por ejemplo, de Ana Ozores, y de Nora Helmer sin necesidad de un marco de brutalidad descarnada extrema, al parecer única garantía hoy para vender novelas u obtener éxito artístico. Si solo se muestra la violencia más brutal y se reacciona a ella con más violencia, no vamos donde comienza la base de la violencia: en los sentimientos de confusión y desagrado, en las palabras humillantes, los conceptos de sumisión y las actitudes de poder.
Ser sensible es el mayor pecado, cuenta el poeta Ginés Aniorte. Ana y Nora son grandes sensibilidades. Respetuosas, generosas, bondadosas, descritas en los manuales como infiel la una y abandona-niños la otra. Paradigmas, sin embargo, de la falta de independencia económica, de sometimiento al deber hacia los hombres, de autosacrificio y de lidiar con un rol que las asfixia. Reciben maltrato cognitivo, emocional, social, cultural y hasta físico. Sorprende que sean grandes ausentes en los Institutos de Enseñanza Secundaria, pues son perfectas para mostrar roles a no repetir y actitudes a no tolerar. Incomprendidas en la profundidad y variedad de sus sentimientos. ¿El modelo de mujer agresiva tendrá más éxito que ellas?
Conciliación, empoderamiento, maltrato… Un trío verbal de ases del que nuestra generación ya dispone en uso. Falta saber qué conceptos elegimos alimentar con dicho uso.
Mercedes Matás-Castillo